La Iglesia enseña cuatro dogmas importantes acerca de María. En primer lugar, María es la Madre de Dios. Esto nos dice que su hijo, que tomó su carne era el Hijo eterna del Padre, la segunda Persona de la Trinidad. Por lo tanto, María es verdaderamente la Madre de Dios.
En segundo lugar, María fue inmaculadamente concebida, que significa que ella fue concebida llena de gracia, sin pecado original. Para llegar a ser la Madre del Salvador, María fue dotada con este regalo único para que ella pudiera ser un recipiente puro para el Hijo de Dios. Por la gracia de Dios, María permaneció libre de pecado por toda su vida.
En tercer lugar, la virginidad perpetua de María. María concibió a Jesús como una virgen por el poder del Espíritu Santo, y esto apunta a los orígenes divinos de Jesús como el Hijo de Dios que realmente entró en nuestra humanidad. El permanecer virgen toda su vida es un signo de su fe ejemplar, el regalo indiviso de ella misma a la voluntad de Dios.
En cuatro lugar, la Asunción de María. Al final de su vida terrena, se le dio el privilegio único de ser asunta en cuerpo y alma al cielo, anticipando la resurrección de todos los fieles de Cristo en el fin de los tiempos.
María es la Madre espiritual de todos los Cristianos. Debido a su cooperación total a la obra redentora de Jesús, ella intercede continuamente por nosotros ante su Hijo.
Los Católicos no adoran a María ni a los santos como adoramos a Dios, pero los honramos como modelos que podemos imitar, y reconocemos la gran obra que Dios ha hecho en sus vidas.
Los Católicos no rezan a María ni a los santos como oramos a Dios, sino que buscamos su intercesión, pidiendo que oren por nuestras necesidades igual que nosotros podríamos pedirle a un amigo que ore por nosotros.
La atención que le damos a María y a los santos no nos distrae de nuestra relación con Dios, sino que nos acerca a Él, porque así como la comunión Cristiana nos acerca a Cristo, así también nuestra comunión con los santos une más a Jesús.